Entre artista y galerista
El segundo Laboratorio de Comunión Artística, celebrado en Toledo, el verano de 2017, dio origen a este proyecto. Unos días por delante para conocer, experimentar, formarse, jugar y crecer artísticamente, tanto personalmente como junto a otros: artistas, teóricos, espectadores, galeristas, etc. (Pero los laboratorios merecen un apartado aparte, así que no me extiendo aquí).
Paulo Cacais, fotógrafo y galerista, al que no conocía anteriormente, me mostró sus obras. Para mí la fotografía es un mundo ajeno, con el que me cuesta conectar, pero es donde entra en juego la comunión, apartando mis prejuicios, mi inseguridad, mi desconocimiento y tratando de adentrarme en esas piezas. Con mucha generosidad Paulo las puso a mi disposición, libertad absoluta para dejar que yo las transformara, las interviniera o las arruinara, que todo podía pasar, pero podía más en nosotros la intriga por el resultado, la búsqueda de la sorpresa de algo que era más que la suma de su talento o el mío.
Durante los días del Laboratorio de Comunión trabajé sobre dos de sus piezas. Arañando cada momento libre para subir a la habitación (improvisado estudio) y mezclar mis papeles, mis recortes, mis caligrafías con sus imágenes. Siempre de forma reversible, con cierto vértigo, porque es fundamental el respeto al otro, a su obra, a sus elecciones. El resultado final lo disfrutamos todos en la exposición del último día. Junto a algunos collages de mi factura y formando una única instalación, sus dos fotografías, que ya no eran suyas ni tampoco mis dos obras. Eran algo nuevo más allá de la simple adición.
Pasando el tiempo y como fruto de varias conversaciones y proyectos que fueron cambiando surge la posibilidad de hacer una exposición en Estudio Tigomigo, la galería de Paulo. Esta vez es más que un experimento, por un lado mi profesionalidad como artista y por otro su solvencia como galerista con una trayectoria rigurosa y de buen hacer más que probada. Para mí todo un reto por muchas razones, pero la que nos interesa aquí, era constatar si es posible la comunión entre galerista y artista.
Varios viajes a Terrassa, larguísimas conversaciones que sirvieron para entender de un modo profundo al otro, para vaciarse y enriquecerse de los descubrimientos del otro, para crecer en el convencimiento de que la comunión multiplica la potencialidad del resultado.
Un recorrido conjunto hasta llegar a la exposición en el que iba compartiendo las posibles piezas o el trabajo que iba realizando. Pero la prueba de fuego llegó con el montaje. Varios día que se alargaban y trastocaban cualquier horario razonable. En los dos la convicción de que nada podía ser fruto de un personalismo obcecado o de intereses que respondieran más a nuestro propio gusto o manera de entender las cosas que al bien de las obras o de la propia exposición. De este modo el montaje de las piezas, la distribución en la galería, la iluminación, el cartel, todo, cada detalle era sometido, de un modo natural, como método de trabajo, al microscopio de la comunión. A veces era yo el que dudaba de alguna solución a la que habíamos llegado o era él. Se trataba entonces de indagar, buscar qué era lo que no funcionaba o porqué. Probar, reiniciar, cambiar hasta llegar a aquello en lo que los dos estábamos plenamente seguros. En otros momentos nos sorprendíamos de cómo los dos llegábamos a una misma convicción por caminos distintos, pero que era la misma.
Y a final, de nuevo, éramos conscientes de que ninguna decisión podríamos achacarla a uno o a otro, porque sabíamos el origen pero el resultado obedecía al compromiso de escuchar profundamente, de no aportar soluciones de forma banal, sin tener en cuenta la visión del otro.
Lo mejor fue constatar cómo la exposición había crecido mucho más allá de las propias expectativas, cómo el resultado final supera con mucho las aportaciones de uno u otro. Descubrir que el método de trabajo de la comunión crea adicción, transforma los resultados exteriormente, pero también interiormente.